Una vez superada la confluencia entre los dos ríos y sus respectivas gargantas, la senda se interna definitivamente en pleno Cañón del Ebro. Unos cuantos millones de años les ha costado a estas aguas tallar en las rocas calizas del Cretácico Superior un profundo desfiladero que, en algunos puntos, supera los 250 metros de profundidad. En su colosal empresa, el río ha contado con la inestimable ayuda de una intensa erosión de origen cárstico. Las laderas del cañón están tapizadas por un denso bosque en el que se encuentran sobre todo quejigos, encinas, arces, enebros y alisos. Y, en las zonas más umbrías, surgen solitarias algunas especies mucho más necesitadas de humedad: acebo, tejo, haya y madroño.
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